Es una casa
grande, que ha ido sufriendo muchas reformas a lo largo de los años. Yo viví ahí poco, menos de diez años, pero
fue una etapa maravillosa.
Desde la
calle, se veía un muro de ladrillos con dos puertas iguales en cada extremo. La del lado derecho era la “puerta de
servicio” y la del lado izquierdo, la “puerta de las visitas”, que normalmente
estaba cerrada con llave. Hubo una
temporada en que nos robaban el timbre o simplemente estaba roto. Ya no lo recuerdo bien, pero la conclusión es
que no teníamos timbre en la puerta de la calle. Cuando alguien venía, tenía que golpear muy
fuerte la puerta de madera y a veces hasta dar algún grito para llamar a la
atención. Otra vez nos robaron la
cerradura de la puerta. No puedo
explicar por qué sólo la cerradura, si ya tenían la casa abierta, los ladrones
pudieron haber entrado tranquilamente, ¡pero no! se llevaron sólo la
cerradura. Mi abuelo, por las noches,
aseguraba la puerta con una tabla de madera que la ajustaba con el primer
peldaño de la escalera que había justo al entrar. Así estuvimos hasta que compraron la nueva
cerradura varias semanas después.
Al entrar
había un jardín a la derecha y al otro extrema estaba la entrada por la puerta
de las visitas. Mi abuela siempre se
preocupaba de tener muchas plantas con flores y que todo se viera muy bonito.
La entrada
era un largo camino rojo a lo largo de la casa.
Al lado izquierdo, unos metros después de la escalera, estaba el garaje,
que nunca se usó. Era el depósito. Ahí podías encontrar de todo lo que
quisieras, incluso lo que nunca te habías imaginado. Mi abuelo, para evitar que nosotros
entráramos a jugar o rebuscar o entrara algún ladrón. Según abrías la pequeña puerta y empezabas a
bajar los tres peldaños, te encontrabas con una calavera mirándote, yo creo que
hasta sonriendo. ¡Qué miedo daba
mirarla!
La casa,
que me quedaba a la izquierda, tenía grandes ventanales en forma de arcos. Una de esas tardes que mi abuela tenía
visita, nos veían entrar desde el salón y eso nos obligaba, según los cánones
de la buena educación, a saludar a todos sin tener la posibilidad de pasar
desapercibidos. Esas ventanas daban al
jardín y aunque costaba verlo, porque se perdía en el horizonte, había un cable
que atravesaba entero, desde el garaje hasta la primera higuera. ¿Era un tendal de ropa? No lo recuerdo ahora. Pero lo que sí recuerdo, es que Tito, el
mono, estaba sujeto con una correa a ese cable para que pudiera tener “espacio”
para correr y jugar desde el garaje hasta la higuera. No creo que se haya sentido como en casa,
pero estoy segura que se sentía muy bien porque mi abuelo lo mimaba muchísimo.
En el
jardín, sobre el camino rojo, mirando al mono distraído, la pared blanca del
fondo medio cubierta con más plantas con flores y de pronto se veía venir a
toda prisa a Tatiana, la tortuga, seguro que la perseguía mi hermano. Yo le tenía miedo, creo que alguna vez me
mordió.
Tantos
recuerdos en ese jardín. Una vez, mis
hermanos y yo planeamos hacer una piscina entre las dos higueras. No había mucho espacio entre ellas, pero para
nosotros era suficiente. Con las
herramientas de playa empezamos a hacer el hueco. Nos cansamos antes de que fuera muy profundo
lo suficiente para meter los pies.
Teníamos trozos de baldosas de alguna reforma de los baños, así que la
empezamos a pegarlas sólo con barro.
Cuando terminamos, llenamos el agujero con agua. Todas las baldosas se cayeron, era un charco
profundo de barro. ¡Qué divertido! Uno de mis hermanos dejó de jugar a la
piscina y decidió escayolarse un brazo con el barro, como si se lo hubiera
roto, un asco total, pero que bien lo pasamos.
Como me
gustaría volver al jardín de la casa de mis abuelos en Chosica, en la que viví tantos
años. ¡Tantos buenos recuerdos!