miércoles, 29 de octubre de 2014

Con Nat

Hace unas semanas, una muy buena amiga del colegio me comentó que una de sus hermanas venía a España desde Nueva York, por trabajo, y que tenía unos días libres y me preguntó si podría venir a mi casa para conocer Zaragoza.

No la conocía, pero sabía quién era porque mi colegio era muy pequeño y es hermana de mi compañera de clase.  Obviamente le dije que sí, no lo dudé.  El día previo a su viaje, ya coordinamos entre nosotras.  Quedamos que cuando llegara a Madrid como ya tenía su boleto para el AVE me avisaría para recogerla en la estación de Zaragoza.

Así fue.  El domingo, cuando llegó a Madrid, me avisó de que todo había ido bien y me dijo que iría a Atocha para tomar el siguiente tren.  Al poco rato me avisó que ya tenía su boleto con la hora de llegada.  Me dio tiempo para organizar un poco mi casa y esperarla.

No sabía que esperar de ella.  No esperaba nada y me propuse dejarme sorprender.  Al final pensé, si era una visita complicada, sólo serían un par de días, lo podría capear, pero la experiencia no me la quitaba nadie.

Fui con Aitana, mi compañera de aventuras, a la estación para buscarla.  Salió Natalie antes que nosotras pudiéramos entrar.  Muy cariñosa, pero tímida, me dio un abrazo y nos fuimos a casa.

Yo aún no tenía la comida hecha, así que le pedí se pusiera cómoda mientras preparaba algo.  Pensé que si vivía en Nueva York le podía apetecer algo de comida peruana.  Mientras preparaba unos olluquitos con arroz, ella se quedó conmigo en la cocina, ella con una cerveza y yo con una copa de vino.  Resultó ser una situación extraña.  Empezamos a conversar, no sé de qué.  ¡De todo!  ¡Todo fluía tan libre!  La comida estuvo lista casi las cuatro de la tarde.

Por la tarde salimos a dar una vuelta por el centro de Zaragoza.  Como su visita coincidió con el inicio de las fiestas del Pilar, había mucha gente en la calle, mucho alboroto, mucha fiesta.  Es otra imagen de la ciudad, pero siempre es una buena versión.
Después de estar paseando poco más de dos horas, nos sentamos en una terraza para tomar algo y descansar.  Seguimos conversando, pero cada vez profundizábamos más.  Era tan divertido, tan interesante.  No parábamos de hablar y compartir experiencias.  Cuando compartimos nuestras experiencias e historias crecemos y nos desarrollamos como personas.  Llegamos a casa, cenamos algo ligero y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, desde muy temprano, tuvo que empezar a trabajar.  La veía media dormida pero muy atenta a su móvil, mientras ponía el ordenador.  Me decía que tenía unos correos electrónicos por responder y que al terminar íbamos a salir.  Le propuse que, si se sentía más tranquila, podía seguir trabajando hasta terminar y luego, según la hora, decidiríamos que hacer.
Durante toda la mañana trabajamos juntas, cada una con lo suyo.  De rato en rato, interrumpíamos el trabajo para hacer algún comentario y conversar unos minutos.  Nat estuvo todo el día trabajando, sólo paró un rato para comer y siguió hasta casi las ocho.

Mientras preparé la cena, abrimos una botella de vino.  Luego nos sentamos en mi balcón y disfrutamos del buen tiempo, pero mejor aún, de una muy buena conversación.

Cuando mis hijos se fueron a dormir, nosotras nos cambiamos al salón.  Nos quedamos casi hasta las tres, sólo conversando, intercambiando experiencias, nuestra forma de ver la vida, hablando de espíritus, fantasmas y energía.  Sin conocerla, es como si la conociera de toda la vida.  Tenía ese “no sé qué”, ese que cuando miras a alguien a los ojos, sabes que ya la conoces de antes y te hace sentir bien y cómoda.




Al día siguiente por la mañana, cuando regresé de dejar a Aitana en el colegio, ella ya estaba casi lista y con todo organizado.  Me propuso salir, tomar un café y dejarla en la estación para regresar a Madrid.  Revisamos los siguientes trenes y había uno pasadas las once, otro después de las doce y uno más poco antes de las dos de la tarde.  Con esa información, decidió coger el tren de las once para aprovechar la tarde en Madrid, y nos fuimos a tomar el café.  Estuvimos las dos, sentadas en una terraza, disfrutando del buen tiempo.  Empezamos a conversar y cuando quedaban muy pocos minutos para llegar a la estación, cambió de opinión y decidió coger el tren de las doce.  Seguimos conversando.  Luego vimos la hora otra vez y nos quedaban los minutos exactos o menos para llegar al colegio de Aitana y buscarla.  Entre risas concluyó que mejor tomaría el tren de poco antes de las dos de la tarde.


A este tren sí llegó a tiempo y se fue.

Fueron dos días y medio muy intensos, con una persona a la que no conocía de nada, pero a la que tenía la sensación de conocer desde siempre.  Me recordó mucho de mí, de mi ser original y profundo.  Nos dimos cuenta de que esos problemas que nos hacen sentir mal, no son sólo nuestros, somos más las que padecemos de lo mismo.


Muchas gracias, Nat, por los lindos días que me diste.  ¿Quién se iba a imaginar que de esta visita inesperada, siendo un par de desconocidas, nos podría conceder la paz interior que buscábamos?