viernes, 29 de agosto de 2014

Calidad de vida


Estando en la casa de la playa, a la que vamos todos los años, yo estaba desayunando tranquilamente en la terraza.  Había pensado que estos días de vacaciones no los podía desperdiciar pasando el rato bajo techo, como todo el resto del año.  Tenía que aprovechar y estaba sentada, de día o de noche, al aire libre, bajo el cielo cambiando por completo mi rutina, que lo más “bajo el cielo” que me ofrece es mi balcón de un metro de ancho.

De pronto vi pasar a Juan, el vecino de atrás que se encarga del mantenimiento y la jardinería.  Es un hombre amable, muy conversador, que vive todo el año en este pueblo de playa.  Pasó por el lateral de la casa, que está en la esquina, y se iba a pasear al perro.  Al girar frente a la casa, el vecino de enfrente, un señor mayor, ya jubilado y muy educado, le reclamó sutilmente que había que cortar las plantas que caen sobre el exterior del muro porque luego cuesta limpiar la acera de tres metros que separa nuestras casas.

Yo, que seguía desayunando tranquilamente, disfrutando del silencio de las nueve de la mañana en vacaciones, me quedé callada, incómoda porque el vecino estaba barriendo mi lado de la acera de las plantas caídas y reclamando al otro y todo por la casa en la que yo estaba alojada ya hacía unos días.  Juan le respondió rápidamente: “¡Sí, sí! Justamente hoy lo haré cuando los inquilinos se vayan a la playa.”  Yo me quedé aún más silenciosa, pero cuando pasó otra vez por el lateral, que tiene un muro muy bajo, me vio sentada y entendió que había escuchado toda la conversación.  Me miró sorprendido y me preguntó a qué hora nos iríamos a la playa para pasar y cortar un poco las plantas.  Le dije que yo esperaba a que mi familia se despertara, pero que suponía que sobre las once o doce.

Seguí sentada, disfrutando de mi desayuno y tranquilidad del tiempo que tenía para mí.  Me di cuenta que esos momentos sólo los puedo tener si me levanto pronto por la mañana, porque el resto del día me resulta imposible.  Al cabo de un rato, regresó con sus herramientas y empezó a cortar las plantas por fuera, sin cruzar palabra, aunque como habla solo y se hace notar, yo sabía que estaba.  Le sugerí, que si quería, ya podía entrar, tarde o temprano lo haría.
Mientras iba cortando las plantas, me empecé a sentir incómoda de estar tan tranquila y relajada mientras él trabajaba.  Empecé a comentarle lo bien cuidadas que tiene las plantas, que había encontrado plantas aromáticas, que la albahaca estaba increíble y que para cosechar pimientos sólo tenía que esperar que estuvieran rojos, porque ya tenían un buen tamaño.  Él me iba contando cuándo y por qué las había sembrado, comentamos de su planta de guindillas y del pobre limonero que estaba siendo invadido por una de esas enredaderas de flores lilas que sólo se abren por la mañana.  Durante la conversación, apareció mi marido y ya dejé lo que estaba haciendo y me dispuse, escoba en mano a ir recogiendo lo caído.  Mi momento ya había terminado, hacia un rato, por ese día.

Además de cortar las plantas que caían por fuera del muro, aprovechó su tijera grande y empezó a cortar también las plantas de otra vecina que entraban dentro de casa.  Comentaba que para final del verano pasaría con la sierra eléctrica marcando los límites.  Finalmente sacó tres carretillas de maleza.

Mientras iba trabajando en la planta de la vecina, escuché una voz que se acercaba a mi puerta y decía. “¡Eh Juan, no te roban porque tienes perros!”  Rápidamente se bajó de su escalera, miró a la mujer y preguntó quién le había robado.  Ella, riendo, le dijo que nadie, pero que se había dejado la casa abierta y ella al pasar lo llamó pero sólo salieron los perros.  Comentaron algo de algún otro vecino más que no pude entender.  Juan nos presentó como “los inquilinos” y a ella como “la otra vecina de atrás”.  Finalmente, no me quedó claro, si algún día necesito un poquito de sal, cuál es su casa.

Ella parecía una mujer muy alegre, de unos sesenticinco años.  Me contó que ella también vivía aquí todo el año, recalcaba que vivir en la playa es un lujo.  Y continuó, durante todo el año sólo escuchas a los pájaros, puedes andar tranquilamente por donde quieras y hay suficiente sitio para aparcar.  Y reafirmando su teoría seguía, no estás en medio de todo, pero si quieres ver gente vas al paseo marítimo y los tienes ahí y si más aún, te apetece un poco de ciudad, en sólo veinticinco minutos estás en Cartagena y ya tienes de todo.  Y luego continuó diciendo, pero en julio y agosto todo es imposible.  Además del calor, hay tanta gente de fuera, sólo se escuchan voces, ruidos y música, llegas a tu casa en coche y no tienes donde aparcar.

Y siguió contando que, no importaba todo esto, sólo son dos meses al año.  Y la mujer con una sonrisa que no entraba en su cara concluyó: esto es calidad de vida.

domingo, 24 de agosto de 2014

El vecino

En mi comunidad somos muchos vecinos.  En el mismo portal hay dos torres, la de la derecha y la de la izquierda.  Cada torre tiene diecinueve plantas de altura.  En total seremos unas setenta familias más o menos.  Nosotros somos inquilinos, así que no participamos en las reuniones de propietarios y no tenemos muchas posibilidades de conocer a los demás pero, después de vivir en esta comunidad casi nueve años, ya vamos conociendo y reconociendo a los vecinos de nuestra torre.  La mayoría son familias, pero hay muchas personas mayores que siempre cuentan de cuando compraron los pisos en planos y vinieron a vivir aquí, y no había nada alrededor.

Entre todo este gentío vive un hombre de unos cincuenta años; el hombre es bastante raro.  Más o menos mide un metro ochenta, pero debe pesar sólo unos cincuenta a sesenta kilos.  Tiene la tez blanca y pelo negro que, con los años, se ha empezado a poner canoso.  Coincidir con él en el ascensor es una experiencia desagradable.  Cuando vinimos a vivir aquí intentábamos ser respetuosos: saludar siempre, sonreír y cuidar los pequeños detalles.  Pero con este señor, que siempre está muy callado, con la cabeza gacha, como buscando monedas por el suelo, que decía mi abuelo, es muy difícil.  La experiencia es desagradable porque olía mal, pero no por falta de higiene.  Este hombre, al parecer, fuma muchísimo.  Tiene las puntas de los dedos amarrillentas de apurar el cigarrillo hasta el final, de dar la última calada para que cunda más.  Siempre está fumando, incluso dentro de la comunidad.  Hace varios años pusieron unas pegatinas o stickers en las puertas de los ascensores, en las que se indicaba que estaba prohibido fumar.  Ahora, mientras espera en el rellano, tiene el cigarrillo encendido y va fumando tranquilamente, al llegar el ascensor lo apaga con mucha delicadeza y lo guarda.  Imagino que ya en casa lo encenderá otra vez.

Siempre me he preguntado a que se dedica, si trabaja o tiene alguna pensión para poder vivir y mantenerse dignamente.  Al parecer no tiene ningún horario claro, porque a cualquier hora lo puedes ver subir o bajar, o lo puedes encontrar sentado en el banco del parque, frente al portal, siempre con un cigarrillo en la mano.

Quisiera conocer sus pensamientos, conocer mejor su vida para entender que lo ha llevado a este punto.  No me refiero al hecho de que fume tanto, me refiero a que siempre esté solo, a su apariencia, aunque limpia y desgastada, a su soledad.  Me gustaría poder entender su silencio.


Hace varios meses va siempre acompañado por una mujer que, como él, lleva un cigarrillo en la mano, que también tiene esa mirada perdida; de tristeza que duele solo verla.

lunes, 18 de agosto de 2014

Estrategia laboral

Busco trabajo, uno que me permita continuar con mi desarrollo profesional y conciliar con mi vida familiar.

Que además que tenga la misma flexibilidad y buena disposición que yo voy a tener con él.  Un trabajo en el que pueda compaginar mi responsabilidad de madre y de esposa, me deje continuar con mi vida laboral y cumplir mis metas personales.

Busco un trabajo que me permita llevar a mi casa un salario justo y adecuado para cubrir las facturas del día a día.  Me comprometo a cumplirlo con la mayor responsabilidad posible y a esforzarme por cumplir con los objetivos que me planteen y, si es posible, superarlos.

Hace varios meses y luego repetí hace unas semanas, fui a una entrevista de trabajo, en la que mi interlocutor me comentaba que prefería saber las necesidades básicas de sus trabajadores para intentar apoyarlos y solucionarlas juntos.  Si todos dan, todos reciben y, con flexibilidad de las dos partes, se pueden organizar y cumplir con las responsabilidades laborales sin problemas.  Y concluyó: así trabajarán más felices, satisfechos y tranquilos con los cual trabajarán mejor, que es lo que se necesita en una organización.  Él busca personas que se involucren en su empresa, en sus planes y proyectos y los hagan suyos también.  Esta es mi filosofía laboral.

Cuando comentaba con mi esposo qué tal había ido la entrevista, me preguntó si yo creía que poniendo tantas pegas o condiciones me iban a llamar, porque había comentado que necesitaba una jornada reducida, indicando la hora de inicio, aunque si era necesario podría trabajar desde casa, que eso no sería ningún problema.  Luego él me aclaró que había visto en un reportaje a una mujer, con un excelente currículum, que había estado fuera del mundo laboral durante un par de años para cuidar a sus hijos pequeños.  Cuando iba a las entrevistas y le preguntaban por qué había dejado de trabajar y lo comentaba, no la volvían a llamar más.  Entonces decidió  no decirlo más y en cambio decir que había dejado de trabajar para continuar con su formación, hacer algún cursillo, pero nada de nada de la familia, como si no existiera, se dio cuenta que los entrevistadores mostraban más interés y hasta la contrataron.  En este caso, no sé si es mentir o simplemente intentar sobrevivir.  No he visto el reportaje, si realmente le dio el tiempo para hacer algo más que criar a sus hijos, pero es verdad que hay algunos representantes de empresas de hoy a los que sólo le interesan personas que no tengan problemas, ni familia, ni nada, sólo lo que vayan a trabajar.  ¡Discrepo!  Somos un pack, venimos con nuestra carga personal, que al decir “carga” no significa que sea negativa, recordemos que existe la carga positiva, y que muchas veces es lo que nos da la ilusión y el entusiasmo para trabajar mejor.  Todo va relacionado.  No podemos decir que una persona que no tiene pareja e hijos no tiene problemas, tendrá otros.

Va pasando el tiempo y sigo mirando mi móvil por si me llaman otra vez, aunque quizá no sea así, no lo sé.  Siendo sincera, en estas situaciones, cuando no tengo noticias y pienso que la respuesta será negativa, lo que más duele es mi orgullo, aunque esta vez estoy tranquila.  Si es para mí, será y si no, no.

Pero seguí pensando en eso de poner pegas o condiciones para encontrar un trabajo.  Y es tampoco es eso.  Yo soy de las personas que cuando me he presentado a alguna plaza laboral, he siempre con la verdad y con lo que realmente podía ofrecer.  No me parecía (ni me parece) correcto mentir, ¿para qué?, si tarde o temprano me iban a pillar.  ¿Cuánto tiempo puedes mantener una mentira?  Cuando me preguntaban si sabía algo que no conocía, respondía “pero puedo aprender, tengo la disposición y ganas de hacerlo”.  Así he ido y con esta filosofía he aprendido muchísimas cosas y lo agradezco muchísimo.

Yo no pongo pegas, pero no me puedo comprometer a jornadas largas, que signifiquen estar fuera de mi casa unas doce horas diarias.  Un día decidí ser madre, tener hijos, y lo asumí con mucha responsabilidad y entrega, más que cualquier otra cosa.  Hoy, mis hijos están ahí y necesitan a sus padres.  Mi esposo tiene un trabajo que lo obliga a estar fuera de casa algunas noches a la semana, entonces tengo que organizar mi familia y mi casa de tal manera que funcionen sin que se quede mi alma y mi salud en el camino entre la casa y el trabajo.
Entiendo que, para que un trabajo funcione, la organización y estructura tiene que ser de buenos cimientos, pero tiene que ser “asísmica”.  Tiene que tener la flexibilidad suficiente para aguantar lo que venga sin caerse.

Ahora mismo no sé qué es lo mejor para mí.  Tengo FE en que, como siempre, que todo saldrá de la mejor manera, en el mejor momento.  Quizá regrese pronto a las filas laborales o aún tengo que esperar un tiempo más o aprovecho el tiempo en dar forma a mis proyectos.  Pienso que tengo la oportunidad de reinventarme y hacer cosas nuevas.  Estoy dispuesta a asumir nuevos retos y cambios.

Una persona con la que trabajé decía que todos trabajamos por necesidad.  Por esa necesidad que tenemos de llevar dinero a casa, pero que era un lujo, que es posible tener, que ese trabajo o actividad nos satisfaga, nos llene de orgullo y sea un placer realizarlo.  Hay días buenos y otros no tantos. Cuando los malos días son la mayoría y ya no te sientes feliz con lo que haces y llegas a perder el respeto a lo que haces, lo tienes que revisar, hay algo que va mal.

Yo no pongo pegas, necesito trabajar.  Es la vida que me toca y disfruto trabajando, cumpliendo metas y esforzándome por ser mejor y realizándome como persona.  Me gusta mucho asumir riesgos y aprender cosas nuevas.  Si otros pueden, ¿por qué yo no?  Ahora mismo no puedo ofrecer la misma disponibilidad que hace unos años, pero sí puedo ofrecer madurez, experiencia, flexibilidad y muchas ganas de trabajar.


Y tú ¿cómo lo llevas?

martes, 12 de agosto de 2014

Libertad

Además del saludo de cumpleaños de mi padrino de este año, me envió un par de reflexiones que me parecieron muy interesantes y desde ese día no dejo de pensar en ellas.  Me preguntó que pensaba sobre la libertad y sobre el legado genético.

Hoy comento sobre la libertad, que es el tema que más tiempo me ha quitado, el que recuerdo con más frecuencia, reafirmando mi teoría.

Él me comentaba que si partimos de la premisa que no elegimos si nacer o no, el lugar, si hombre o mujer, el aspecto físico, cuando morir, entonces, ¿somos realmente libres?  Son cosas muy importantes y que marcan el resto de nuestra vida, detalles que no podemos aceptar, rechazar o modificar.  Por eso, mi opinión es que la libertad como tal no existe completamente.

Podemos darnos el lujo de elegir algunos pequeños detalles de nuestra vida, pero si observamos con atención, son las mínimas cosas y no tienen mayor efecto.

Siempre dependemos de cómo hay que comportarse, de cumplir con nuestras actividades y responsabilidades como mandan los cánones de la educación y las buenas costumbres.  Podemos considerarnos libres para elegir un camino u otro, pero para optar por uno de ellos hemos de evaluar muchas cosas y el resultado no es siempre el que queremos.  Durante nuestra vida, sentimos que vamos tomando decisiones con libertad, pero si lo analizamos todo tiene un trasfondo que nos empuja a hacer algo o dejarlo pasar.

Entonces, ¿existe la libertad?

Por ejemplo, en una relación, ya sea de pareja o amistad, siempre se tiene que ceder, dar y recibir, sentir que las dos partes están en igualdad de condiciones.  Las relaciones se basan en un equilibrio, para que nadie se sienta dominante ni tampoco sometido.  Pero es muy fácil cruzar esa delgada línea de lo justo y correcto.  Hay parejas en las que uno de ellos se queja de su falta de libertad, de estar sometido a los gustos y pensamientos del otro.  He escuchado historias de parejas en las que, hasta los ochenta años, uno de ellos sometía al otro, que pasó la mayor parte de su vida en un sillón, delante del televisor, dándole la razón en todo. ¿Podríamos decir que ha sido libre al decidir vivir sin libertad?

Se mezcla todo.  Elegimos estudiar una profesión porque nos gusta o simplemente porque es tradición en la familia que seas médico o abogado o lo que sea y luego a trabajar.  No siempre tenemos la suerte de elegir el trabajo.  Normalmente el trabajo nos elige a nosotros y ahí seguimos.  Con responsabilidad, como tiene que ser.  No podemos decidir un día no ir a trabajar porque nos apetece quedarnos en casa y además tenemos que ir vestidos de la manera adecuada.  Sólo podemos elegir la ropa que llevaremos ese día, guiándonos por las predicciones del tiempo y las actividades.

En fin, al parecer la libertad es una de esas utopías más de nuestros días.  Queremos tantas cosas y creemos que es lo que queremos, pero no reflexionamos sobre lo que nos empuja a desearlas.


Entonces, ¿cuándo somos libres?  Quizá los consigamos en esos momentos que tenemos un poco de tranquilidad y paz interior.  Ese espacio de tiempo que apartamos la mente de todo lo mundano y rutinario.  Cerramos los ojos y viajamos a ese lugar en el mundo, en el que hemos estado antes, ese sitio que es importante para cada uno y que nos transmite seguridad y sosiego.  Disfrutar estando ahí, con la brisa en la cara, cuando todo acompaña para que ese momento sea de total y absoluta libertad.


jueves, 7 de agosto de 2014

Un fantasma divertido

En mi casa nunca me siento sola.  Tengo la creencia que mi abuela, que falleció hace más de quince años, aún está conmigo y se encarga de cuidar de mí y mi familia.  Yo soy de las que creen en fantasmas y espíritus y creo que algunas veces se quieren comunicar con nosotros para alertarnos de los peligros o para encontrar su paz interior.  Una noche no podía dormir.  Daba vueltas y vueltas en la cama.  Sentía que había alguien en la puerta de mi habitación observándome.  Varias veces, me armé de valor, abría y los ojos e intentaba identificar en la oscuridad quién estaba ahí.  Pero no veía nada.  Entonces me levanté e hice un recorrido rápido por mi casa, que no es muy grande.  Nunca veía a nadie, aunque sentía que alguien venía detrás de mí, sentía frío, como corrientes de aire.  Regresé a la cama corriendo y, sin querer mirar atrás, me cubrí con el edredón casi hasta la nariz.  Seguía dando vueltas mientras la razón peleaba con el temor.  Una vez más, me dije, y me levanté.  Salí de mi habitación buscando alguna respuesta.  De pronto tuve la sensación que alguien me iba guiando por casa.  Alguien que, sin palabras, me decía donde ir.  Luego llegué al final del pasillo, donde tenemos la puerta de una habitación que usamos para guardar de todo y nada en especial.  Vi como la puerta se abría y entraba luz de la calle.  ¡No lo podía creer!  Había alguien ahí y me quería decir algo.  Pensé, esta es mi oportunidad de tener una conversación con un fantasma.  De pronto, sentí una voz muy bajita, justo en el oído que me decía “mami, quiero hacer piss, ¿me acompañas al baño?” Y me desperté.  Era mi hija pequeña.

domingo, 3 de agosto de 2014

En la vieja vecindad

Durante muchos años viví en un mismo edificio o comunidad de vecinos en Lima, en la casa que compraron mis padres con un adelanto de la herencia de mi abuela.  Ocupamos esa casa desde que yo tenía diez años hasta que me casé con veintitrés.  ¡Cuántos años!  Por la edad con la que llegué y me fui, fue del año 1985 al 1998.  Durante estos años la situación del Perú era muy diferente a la de ahora, aunque la falta de seguridad es la misma.

Era la época del primer gobierno de Alán García.  Cuando el terrorismo dominaba el país y la crisis e hiperinflación eran una cosa del día a día sin que casi nos diéramos cuenta.

Esa es la etapa de mi adolescencia en la que recuerdo que, a veces teníamos agua.  Muchas veces nos quedábamos sin luz por las bombas de los terroristas.  Soy de esa generación que se bañaba con una jarra luego de hervir un poco de agua para que no estuviera fría y estudiaba con vela.

Como era joven lo recuerdo como una anécdota.  Yo no era el adulto que tenía que padecer todo esto.  Y me ha venido el recuerdo de cuando iba a la tienda del barrio a comprar leche o arroz, y el tendero decía que no tenía, pero, si empezabas pidiendo cosas más superfluas: golosinas, cigarros, velas (aunque siempre eran necesarias), y al final pedías la leche o el arroz, y entonces sí que te lo podía vender.

Nosotros vivíamos en un bajo con la suerte de que nuestro piso tenía la entrada independiente de la comunidad.  Nuestro portal estaba en una calle, en la esquina, y el resto entraba por la otra.  Debajo de la ventana de nuestro baño, por fuera, había un grifo común, que era para regar los jardines, pero los días que no había agua en la comunidad, en este grifo sí, pero había que compartirlo entre los seis vecinos.

Como nosotros no usábamos la entrada común, ni teníamos gastos de luz, limpieza de escaleras, sólo los del agua, cuando había, mis padres llegaron a un acuerdo con los demás, que sólo pagarían los servicios que les correspondieran y el resto no.  No voy a comentar ahora si fue lo correcto o no, pero así fue y no estaba bien visto por todos los vecinos.

Cuando no había agua, desde ese grifo bendito, poníamos nuestra manguera, que entraba por la ventana del baño y nos servía para bañarnos, juntar agua, poner lavadoras y lo que fuera necesario.  Hoy tengo que reconocer que eran otras épocas, menos sostenibles, y muchas veces se quedaba la manguera manando, mientras terminaba la lavadora o se hacía otra cosa.
Pero, cuando estabas duchándote a toda prisa y tenías el pelo con champo y, de pronto, te quedabas sin agua porque algún vecino consideraba que ya habías tenido más que suficiente y le tocaba a él.  Había que dar gritos por la ventana, casi rogar a ciegas que te la devolvieran y luego, que hicieran lo que quisieran.

Benditos vecinos, con los que había que ponerse de acuerdo para una derrama y hacer una cisterna lo suficientemente grande para tener reserva.  Éramos la única comunidad de toda la manzana que no se había puesto de acuerdo.

Cuando mi abuelo se mudó a la comunidad de al lado, que era más organizada, pasábamos por su casa para bañarnos.

Luego, una de las vecinas, con la que más problemas había, consiguió que un familiar comprara otro piso en la misma comunidad para tener más apoyo en sus quejas.

Éramos tan pocos, pero tan complicados.  Hoy vivo en una comunidad más grande, de unas cuarenta y cinco familias sólo en mi torre, y hasta ahora, salvo algún vecino desagradable, que hay en todas partes, me llevo bien con ellos.  Pero es verdad que cuando no hay agua nos falta a todos, y no hay manguera que nos salve.