Mis padres viven en la misma comunidad que nosotros, sólo que dos
plantas por debajo, como se dice: juntos pero no revueltos. Los primeros meses que hemos vivido en España
también ocupamos ese piso y conocimos a los vecinos del rellano. Son una pareja mayor, sobre los ochenta años
y viven solos.
Cuando me encontraba con Marisa, siempre me preguntaba si era nueva en
el edificio, en qué piso vivía y desde cuándo, porque ella no me conocía. Siempre le explicaba y respondía que era su
vecina y luego le contaba que ya me había mudado y vivía en la misma torre pero
en otra planta. Esa era nuestra única
conversación cada vez que nos encontrábamos en el ascensor. Un día coincidí con su marido, Félix, y él me
comentó que a su mujer se le olvidaban las cosas y me explicó que por eso
siempre me preguntaba lo mismo. A partir
de ese día entendí lo que le pasaba y decidí responderle como si siempre fuese
la primera vez que nos veíamos. Han ido
pasando los años y esta escena se ha repetido muchas veces, aunque ya se va
acordando más cosas, ya me reconoce y hace preguntas más generales sobre mí y
mi familia.
Los últimos años han sido diferentes, cuando noto que Marisa me
reconoce, la he visto varias veces en la calle, con la mirada perdida, sin saber
hacia dónde ir. Llevaba el bolso como
una cometa al viento, iba de derecha a izquierda y luego regresaba, sin rumbo. Otras veces, en pleno invierno, estaba en la
calle con su bata y zapatos de estar por casa.
Se justificaba diciendo que sólo iba a comprar el pan y regresaba a
casa, porque sus hijos estaban por llegar.
Alguna vez sus hijos la han encontrado fuera. Desde que he sabido que se dispersa y olvida
las cosas, he empezado a tener más paciencia y cuando la veo desorientada por
la calle, intento hablar con ella y ayudarla a volver a casa.
Mis padres me comentaron alguna vez que Marisa les tocó la puerta, una
vez estaba fuera de sí culpando a su marido.
Ellos la dejaron pasar a casa y estuvieron conversando con ella hasta
que se tranquilizó.
Hace unas semanas, estaba en la casa de mis padres y, al abrir la
puerta a mi marido que llegaba, me di cuenta que Marisa estaba en el rellano
fuera de sí. Gritaba hacia dentro, no se
veía a quién le hablaba, pero sólo entendí que decía que se iría. Recordé la escena que mis padres me habían
contado y me acerqué a ella para preguntarle cómo estaba. Cuando giró su cara hacia mí, le vi esa
mirada perdida al borde de las lágrimas.
Me quedé unos minutos con ella en la puerta y me cogió muy fuerte del
brazo, me hizo entrar a su casa. Era
imposible soltarme el brazo. La vi tan
afligida que decidí quedarme ahí un momento hasta que se tranquilizó. Por un momento me quedé pensando que dejé
abierta la puerta de casa de mis padres y que no avisé a nadie.
Félix se sentó con nosotras en el salón. No decía nada, escuchaba en silencio lo que Marisa
me contaba. Ella narraba toda su vida,
desde que conoció a Félix, se casó, sobre sus hijos. Al pobre marido lo hacía quedar muy mal,
diciendo que era una mala persona, hablaba de maltrato, lloraba sin poder
encontrar consuelo en su corazón, quería encontrar un trabajo para poder
independizarse, pero que a sus ochentidos años lo veía difícil. De pronto me di cuenta que su historia
llegaba a cierto punto y volvía a empezar.
La tercera o cuarta vez que me la repitió, empecé a hacerle preguntas
sobre sus hijos, cuál era el mayor, sus profesiones, los nietos y lo que se me
iba ocurriendo sobre la marcha, intentado alejar de su cabeza esa historia que
le estaba haciendo tanto daño. Para
poder responder alguna de mis preguntas su mirada cambiaba, me explicaba que a
veces se olvidaba de algunos detalles y pedía a su marido que respondiera. Él ya había llamado a sus hijos, a ver cuál
podría venir y darle una mano con la situación.
No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto sonó el timbre, era mi marido
que quería saber si estaba ahí y si todo iba bien. Yo aún me quedé.
Marisa seguía repitiendo su historia.
En algunos momentos, Félix, ya incómodo y desesperado, pero muy educado,
interrumpía diciendo que era mentira. Su
historia era cada vez más larga y conforme hablaba de sus hijos y nietos su
corazón dejaba de sufrir un poco.
Llegó uno de sus cuatro hijos y pocos minutos después me despedí para
salir. Félix me acompañó hasta la puerta
e intentando explicar la situación me aclaró que Marisa sufre de Alzheimer y
que lo que decía. Yo lo interrumpí. No necesitaba que se disculpe o explique. Sólo le dije que no tenía que preocuparse,
que entendía lo que pasaba y que no había prestado atención a lo que decía y
que todo estaba bien.
Siempre escuchamos hablar tanto del Alzheimer. Una enfermedad que no se nota, no te estropea
el cuerpo, pero que poco a poco se va llevando tu vida, la va borrando y va
confundiendo los recuerdos. Como toda
enfermedad, no sólo la sufre el paciente, si no también la familia y a veces
algún vecino.
Nunca había estado tan cerca.
Me hizo pensar en lo frágil que es nuestra mente.