lunes, 28 de julio de 2014

Un lugar en mis sueños

Desde que tenía doce años, durante las vacaciones de verano, mis padres me dejaban con mis hermanos cada día en la playa.  Esos veranos fueron los mejores de mi vida.  En esta playa había un muelle de madera que tenía unos bancos a lo largo.  Los días que no eran demasiado buenos o que tenía algo relevante en que pensar, con esa edad, me sentaba ahí, en el banco, durante horas, sólo viendo el ir y venir de las olas.  La infinidad del mar me daba fuerza para pensar que siempre, más allá, siempre hay algo más.  En la inmensidad del mar entendía que yo era como un grano de arena, pequeña, y que mis problemas eran aún más diminutos.  Descargaba mi preocupación, encontraba las respuestas que necesitaba y seguía adelante.
Desde esa época el mar me atrae muchísimo.  Tengo la sensación de poder encontrar en el mi equilibrio.  Es tan importante, que lo considero una necesidad en mi vida emocional.  Además es bueno para la salud. 

Siempre sueño con ese lugar ideal en el que me sentiría a gusto sin importar nada. 
Es una casa en la playa con enormes ventanales.  La casa no es grande pero sí las ventanas, que me permitan ver la inmensidad del mar.  Es una playa de arena blanca, ideal para dar grandes paseos, de un lado al otro.  A la derecha está el peñón, que por las tardes, durante la puesta del sol, parece esconderse detrás de él.  Los vecinos están lo suficientemente lejos para no sentirlos, pero lo suficientemente cerca para saber que están ahí.  Está bien, es como vivir sola, pero acompañada.

Hacia la izquierda sigo viendo playa y más playa.  Alguna vez me dijeron que mi playa tiene unos diez kilómetros de largo.  Está muy bien, pero, aunque digo que está bien para andar, yo no camino tanto, sólo desde mi casa hasta el peñón, que tiene cuevas, y es agradable ir con visitantes y enseñar algo tan lindo, simple y natural.

Desde mi casa, con sus grandes ventanales hacia el mar, es como si estuviese ahí mismo, sobre un barco, aunque no se mueve.  De la salida de mi casa hasta llegar al agua hay unos cinco metros de arena cuando la marea está baja.  Cuando hay marea alta, sin tormenta, no llega hasta mi porche, pero parece que el agua se mete debajo de la casa.  Cuando hay tormenta tengo que poner los cerramientos especiales para ventanas que me recomendaron al comprar la casa y mirar hacia otro lado, son momentos que me causan agobio e intranquilidad.  No sé si es por el ruido de la tormenta en el techo o porque me siento encerrada o simplemente porque no puedo ver el mar y como se acerca a mi casa.

Me gusta el mar y la playa también en los días de invierno, cuando el cielo está gris y oscuro y cuando al acercarte a la orilla ya sientes la humedad en la cara, en los ojos, en el cabello.  Esos días cuando no apetece estar dentro de casa y fuera el frío te recuerda que estás vivo y tienes que seguir.


Como todo sueño, luego te despiertas y te tienes que bajar de tu nube y volver a la realidad.