martes, 15 de julio de 2014

Doce grapas y diez jeringuillas

Hace poco más de un mes me operaron de la vesícula.  Se trató de “un hallazgo” intentando descubrir una molestia que tenía.  Mi diagnóstico fue colelitiasis múltiple asintomática y me pusieron en lista de espera para la operación.  Todos me calmaban diciendo que se trataría de una operación muy sencilla, que en un plis plas estaría todo resuelto, y que además la recuperación sería muy rápida.

Cuando me avisaron de que ya tenía fecha de operación, cuatro días antes, mi cabeza empezó a dar vueltas y vueltas.  Pensaba en cuánta gente se ha quedado ahí, en la sala de operaciones, por alguna complicación, a pesar de tratarse de intervenciones de rutina.  Pasé esos días con mucha angustia.  En la víspera, ya en el hospital, me pusieron la pulserita de “todo incluido”.  Durante la noche pensaba ¿qué hago yo aquí si estoy bien?, pero me tuve que dormir pronto, porque era la primera de la lista del día siguiente.  La única vez que había pasado por un quirófano antes fue, hace casi catorce años, cuando mi hijo nació por cesárea, pero los sentimientos y emociones habían sido diferentes.

Por la mañana me desperté tan pronto que gané a mi despertador y a la enfermera que me había anunciado que pasaría a despertarme.  Ya estaba lista y todavía faltaba media hora para que me viniesen a recoger.

La mujer con la que compartía la habitación daba una imagen de fuera sí o como ella misma decía, tenía una sobredosis de oxígeno.  Ella me tranquilizaba diciendo que todo sería muy rápido, que cuando me diera cuenta, ya estaría de regreso en nuestra habitación.  Llegó mi esposo para acompañarme.  ¡Qué nervios!  ¡Qué termine ya!  Y yo con migraña.  Llegaron las del quirófano: lo bueno estaba por empezar.

Ya en la zona de operaciones, todo se venía tan bien organizado, mientras mi cabeza era un lío, sólo estaba pendiente de escuchar siempre mi nombre para asegurarme que sabían lo que me harían y no se habían confundido de paciente, como en las películas.  Ya ubicada en el quirófano, empezaron con los procedimientos, el cirujano se presentó y, aunque sólo le podía ver los ojos, me transmitió confianza y tranquilidad.  Continuaron, de pronto escuché un pitido y me pensé: “esto ya ha empezado”, sentí como iba pasando la anestesia, me quemaba y les quería avisar, pero la enfermera que sujetaba la mascarilla la presionaba contra mi cara.  Tantos temores previos y ahí estaba yo sin poderme defender.  De pronto todo se apagó.  Mi siguiente recuerdo es el de la enfermera dándome palmaditas, mientras decía: “¡ya está! tu vesícula está en la basura”.  ¿Qué me había pasado?  ¿Ya había acabado todo?  ¿Cuánto tiempo había transcurrido?  Lo único que hice fue preguntar la hora, que quería saber cuánto tiempo había pasado.  La enfermera me respondió “son las diez y media”.

Luego me llevaron a la habitación.  Mi  compañera iba contando a sus visitantes que la anestesia me había sentado mal y que tenía que eliminarla y que por eso estaba tan mal y vomitando.  Yo me sentía fatal, no sólo físicamente, si no por el hecho de estar ahí, delante de otras personas tan indispuesta.  Pero buscando el lado bueno, pensaba que, entre el peso de la vesícula con sus piedras y lo que no estaba comiendo, algo de peso perdería.  ¡Qué ilusa!

Al día siguiente, con la visita del enfermero, me di cuenta de que en lugar de puntos, los de toda la vida, tenía grapas.  Me entró un agobio terrible.  Luego pasó el cirujano y me resumió la operación y concluyó que todo estaba bien, pero como me había sentado mal la anestesia, me tenía que quedar una noche más en el hospital.  Al día siguiente, como estaba previsto, me dieron el alta.  Me comentó sobre el cuidado de las tres heridas hasta que visite a mi médico de cabecera la semana siguiente, además me indicó ponerme unas jeringuillas de heparina durante los siguientes diez días, explicó que se debía a mi edad porque casi tenía cuarenta años, a mi sobrepeso y a que asumía estaría en reposo.  La idea de irme me puso feliz, pero según iba pasando el tiempo y pensaba en las grapas y jeringuillas me iba agobiando.

Ese mismo día, por la tarde, ya estaba en la piscina mirando a mi hija pequeña en sus clases de natación.  Aunque la piscina estaba a poco más de dos calles de casa, el camino se me hizo larguísimo.  Al día siguiente fue el festival de fin de curso del colegio y ya estaba por la tarde ahí disfrutando de mi hija, que los días que estuve en el hospital los pasó mal.

Luego los días siguieron como siempre, aunque cuidando las grapas y la jeringuilla de cada noche, hasta que pasó una semana y fui a la enfermera a que me revise las heridas: las revisó y limpió.  Yo la veía frotar y frotar hasta sacar brillo, tanto que mis doce grapas brillaban como los cromos de una Harley Davidson.  Me dijeron que quitarían las grapas en tres días más y que tenía que tener paciencia.  Me recordó que no olvidase ponerme las jeringuillas, aunque no entendían por qué me habían mandando tantas.  Tanto me decían que era tan fácil que yo misma me pusiera las inyecciones, que decidí hacerlo.  Pero entendí que yo no era buena para eso, que si había que hacerlo no tenía otra opción.

Finalmente llegó el día de la retirada de grapas.  Unas se habían enredado, pero las demás estaban bien.  La verdad me fue bien.

Después de esta nueva experiencia concluí que soy valiente y fuerte para muchas cosas, pero que tengo mucho miedo al dolor, a la idea de cuánto y cómo me puede doler cuando es desconocido.  Esa idea me da tantas vueltas en la cabeza que me pone mal.  También confirmé mi teoría que el dolor me pone de mal humor y saca lo peor de mí.  Descubrí que el dolor me hacía sentir sola y triste.  Tenía necesidades diferentes que no podía cubrir, dependía de otras personas y no siempre había quien me pueda ayudar.  Pero ese mismo dolor que me deprimía tanto, a la vez me dio la fuerza para seguir adelante cada día y sólo pensar en el ahora, aunque las cosas de la casa estaban ahí y había que hacerlas.  Tomé la decisión de no darle más vueltas a todo esto.  Todo lo haría paso a paso y sólo lo que era estrictamente necesario.


Fueron doce grapas y diez jeringuillas que cambiaron mi rutina y mi estado de ánimo, se convirtieron en un muro psicológico.  Una vez que terminé con todo, recuperé mi vida.