Había una vez, en un reino muy lejano, un árbol en
el centro de la plaza del pueblo. Todos
miraban el árbol con alegría y lo sentían suyo.
Ese era el árbol que les daba sombra en los días más calurosos, que los hacía
disfrutar con su belleza primaveral y que estaba tan lindo con el color
amarillo-rojizo del otoño. Durante el
invierno lo veían a través de sus ventanas, resguardados del frío. Esperaban que llegara el buen tiempo para
disfrutar de todo lo que este árbol les podía ofrecer.
En algunas oportunidades todos los pobladores del
pueblo disfrutaban a su alrededor, compartían y celebraban la felicidad
común. El árbol se sentía rebosante, lleno
de alegría y satisfacción. Se esforzaba
al máximo por lucir lo mejor posible, estiraba sus ramas para dar más sombra y
cobijo a la gente del pueblo y ya sólo con eso el árbol estaba feliz.
Pero de pronto llegaron los días en que el pueblo empezó
a crecer, cada vez había más gente y la sombra del árbol ya no era suficiente
para protegerlos a todos del sol. Los
pobladores de la localidad se creían con el derecho de apropiarse de la mejor
sombra y se consideraban a sí mismos como los legítimos dueños de la sombra, de
sus ramas y del mismísimo árbol.
Unos lo regaban para demostrar que eran ellos los
que lo cuidaban y, por lo tanto, les correspondía la sombra más duradera. Venían otros y podaban sus ramas, lo hacían
para que el árbol creciera más fuerte.
Alguna pareja romántica tallaba sus nombres en un corazón. Los perros daban vueltas a su alrededor.
Llegó el día en que el árbol, recortado por algunos,
sobreregado por otros, y aprovechado por todos, ya no pudo más. Sus cortas ramas no podían proteger a tanta
gente, sólo tenía palabras negativas y desagradables. De regarlo tanto, se había empezado a podrir
por dentro, pero nadie lo notaba. Se
estaba debilitando, estaba muriendo, pero nadie lo notaba.
Llegó el otoño y empezaron a caer sus hojas, ya en
tonos marrones, pero cayeron antes de lo habitual. Ya no tenía fuerza suficiente para aguantarlas
más tiempo. El primer día de cierzo al
pobre árbol se le removieron las raíces y, aunque no se cayó del todo, quedó
muy dañado. No tardaron los del
ayuntamiento en ponerle una cinta alrededor y retirarlo por motivos de
seguridad.
Desde ese día todos recordaban al árbol y la sombra
en verano y lo lindo que estaba en otoño.
Pero ya no estaba más. Lo habían
tratado mal. Cada uno miraba hacia sí
mismo y luchaba por sus intereses personales, sin ver el bienestar común. Hoy muchos lo recuerdan con nostalgia, pero
ha muerto.
El ayuntamiento dejó una placa en su lugar, con una
imagen del árbol en primavera, para que todos recuerden los egoístas que fueron
alguna vez.