jueves, 31 de julio de 2014

Sesión de pedicura


Yo no soy asidua a los servicios complementarios de los centros de belleza.  No por nada en especial, si no porque yo soy así, de servicios básicos.

Como este es mi año de cambios y descubrimientos, a pocos días de empezar las vacaciones familiares de verano, decidí ir a mi peluquería habitual para teñirme el pelo.  Previamente llamé para concretar la cita, pregunté sobre la posibilidad de “hacerme los pies” y la encargada me ofreció varias alternativas que ya comentaríamos con más detalle cuando esté ahí.

De pronto, ya con el pelo teñido y muy a gusto, me pasaron a una sala más privada, en la que meses antes, Mª José  me descontracturaba la espalda y a veces hasta la cabeza de mis rollos que tenía dando vueltas.  Me pidieron que me subiera a la camilla.  Ahí estaban Carolina y Aroa, a mis pies.  Al ser la primera vez, no sabía cómo actuar.  Era una sensación muy extraña, no podía describir que sentía.  Cada una de ellas tenía diferentes utensilios y hacia algo distinto en cada pie.  En el derecho sentía cosquillas y en el izquierdo un poco de dolor, percibía sensaciones de un solo pie, tenía que concentrarme en qué pie quería sentir.  ¡Qué increíble es nuestro cuerpo!

No sabía cómo sentirme o comportarme y me dije: voy a disfrutar del momento y de esta nueva experiencia, aunque eso, claramente, no es mi especialidad y, mientras intentaba concentrarme en pasarlo bien, pasaban por mi cabeza tantas cosas pendientes, ideas, sueños, proyectos y pensé en la situación actual, que estaba bien, no me podía quejar.  A pocos días de empezar las vacaciones, la emoción de volver a disfrutar de mi familia, del mar, de la playa, de mí misma en mi versión vacacional, de no tener mayores preocupaciones que pasar los días sin pasar hambre.  Una vida muy básica y satisfactoria.

Pienso cuántas ideas y planes tengo ahora.  Retrocedo unos cuatro meses, desde ese momento en que mi vida dio un giro interesante.  Aunque cuesta recuperar la dignidad y autoestima laboral, creer que puedo hacer las cosas bien, como antes, como siempre.  No sé si los proyectos que tengo ahora tiene futuro o no, si son a largo plazo, pero sí estoy segura que puedo intentar hacerlos realidad con mucha ilusión y trabajo, esperando empezar esa nueva vida que siempre soñé tener.  Han ido pasando las semanas y percibo que las cosas se van organizando y encajando de la manera correcta.

Por otro lado, me ha llegado un propuesta, que significaría volver a mi vida anterior, a esa de hace unos meses.  Las cartas están echadas y mi jugada está en la mesa, ya no está en mis manos cogerla o dejarla.  Soy consciente de la oportunidad que tengo delante y sobre todo en estos tiempos difíciles y lo agradezco muchísimo.  Entiendo también que sería un nuevo inicio, otra etapa, pero diferente a lo que esperaba.  Voy revisando mi teléfono móvil cada tres minutos, aunque debería escucharlo sonar, esperando que llamen para no perderme esa oportunidad.


Pero, ¿qué es lo mejor para mí?  ¿Y para mi familia?  En fin, ya no está en mis manos, espero que se resuelva de la mejor manera.  No dejo de soñar, las ilusiones y planes permanecen ahí y esta vez, he decidido darles una oportunidad.




lunes, 28 de julio de 2014

Un lugar en mis sueños

Desde que tenía doce años, durante las vacaciones de verano, mis padres me dejaban con mis hermanos cada día en la playa.  Esos veranos fueron los mejores de mi vida.  En esta playa había un muelle de madera que tenía unos bancos a lo largo.  Los días que no eran demasiado buenos o que tenía algo relevante en que pensar, con esa edad, me sentaba ahí, en el banco, durante horas, sólo viendo el ir y venir de las olas.  La infinidad del mar me daba fuerza para pensar que siempre, más allá, siempre hay algo más.  En la inmensidad del mar entendía que yo era como un grano de arena, pequeña, y que mis problemas eran aún más diminutos.  Descargaba mi preocupación, encontraba las respuestas que necesitaba y seguía adelante.
Desde esa época el mar me atrae muchísimo.  Tengo la sensación de poder encontrar en el mi equilibrio.  Es tan importante, que lo considero una necesidad en mi vida emocional.  Además es bueno para la salud. 

Siempre sueño con ese lugar ideal en el que me sentiría a gusto sin importar nada. 
Es una casa en la playa con enormes ventanales.  La casa no es grande pero sí las ventanas, que me permitan ver la inmensidad del mar.  Es una playa de arena blanca, ideal para dar grandes paseos, de un lado al otro.  A la derecha está el peñón, que por las tardes, durante la puesta del sol, parece esconderse detrás de él.  Los vecinos están lo suficientemente lejos para no sentirlos, pero lo suficientemente cerca para saber que están ahí.  Está bien, es como vivir sola, pero acompañada.

Hacia la izquierda sigo viendo playa y más playa.  Alguna vez me dijeron que mi playa tiene unos diez kilómetros de largo.  Está muy bien, pero, aunque digo que está bien para andar, yo no camino tanto, sólo desde mi casa hasta el peñón, que tiene cuevas, y es agradable ir con visitantes y enseñar algo tan lindo, simple y natural.

Desde mi casa, con sus grandes ventanales hacia el mar, es como si estuviese ahí mismo, sobre un barco, aunque no se mueve.  De la salida de mi casa hasta llegar al agua hay unos cinco metros de arena cuando la marea está baja.  Cuando hay marea alta, sin tormenta, no llega hasta mi porche, pero parece que el agua se mete debajo de la casa.  Cuando hay tormenta tengo que poner los cerramientos especiales para ventanas que me recomendaron al comprar la casa y mirar hacia otro lado, son momentos que me causan agobio e intranquilidad.  No sé si es por el ruido de la tormenta en el techo o porque me siento encerrada o simplemente porque no puedo ver el mar y como se acerca a mi casa.

Me gusta el mar y la playa también en los días de invierno, cuando el cielo está gris y oscuro y cuando al acercarte a la orilla ya sientes la humedad en la cara, en los ojos, en el cabello.  Esos días cuando no apetece estar dentro de casa y fuera el frío te recuerda que estás vivo y tienes que seguir.


Como todo sueño, luego te despiertas y te tienes que bajar de tu nube y volver a la realidad.

jueves, 24 de julio de 2014

La mujer del viudo

Antes viví en un piso que tenía vida propia.  Tenía tanta energía que llevaba su propio ritmo.  Soy muy sensible y percibo con mucha facilidad el exceso de energía.

En este piso, todo era muy tranquilo.  Era bastante cómodo para vivir con mi familia.  Disfrutaba mucho de las vistas, la distribución era adecuada.  Todo estaba bien, pero había algo que me hacía sentir incómoda.  Al principio, durante la mudanza, no tenía claro que era, pensaba que se debía a la extrañeza porque recién nos habíamos cambiado y nos teníamos que acostumbrar a nuestro nuevo hogar.  El tiempo fue pasando, pero la sensación era cada vez más fuerte.  Parecía que siempre había alguien detrás de mí, mirando cada cosa que hacía, como si aprobara o desaprobara mis acciones allí.

Me preguntaba que había pasado para que hubiera allí una fuerza tan potente.  Me sentaba en el salón y miraba las paredes, esperando que me pudieran dar una respuesta.  Me decía “si estas paredes hablaran”.  Pero nunca me dijeron nada.  Creo que ellas me observaban e iban ampliando la historia de este piso para la eternidad.

Asumí que esa extraña energía que iba detrás de mí todo el día era la antigua dueña que había fallecido hace muchos años.  Nos lo alquilaba su viudo.  Llegué hasta el punto de hablar con ella, o sola.  Le preguntaba qué es lo que quería, y recibía las mismas respuestas que cuando les preguntaba a las paredes.  Un día, cansada de tanta incomodidad, le dije que ya estaba bien, que nosotros vivíamos allí, que entendía que era su casa, pero que estuviese tranquila, que teníamos buenas intenciones y se la cuidaríamos como si fuese nuestra.  Le expliqué que su marido ya no estaba en ese piso, que estaba muy enfermo y que sería mejor que lo fuese a cuidar a él.  Quiero creer que era ella la que estaba allí, que tuvimos la conversación y todo quedó claro.


Después de este monólogo a viva voz, nunca más la volví a sentir en casa.

viernes, 18 de julio de 2014

Una visita inesperada

Desde hace mucho, pero muchísimo tiempo, tengo un deseo: poder ver tres fotos del futuro, una de cinco, de diez y otra de veinte años más adelante.  Quería que fuera de un cumpleaños o cualquier día especial, de esos, cuando te reúnes con las personas que son importantes, quería ver quienes aparecerán a mí alrededor entonces.  Tengo la certeza de que algunas personas de mi presente se repetirán en las tres fotos, pero estoy segura que alguna desparecerá y veré caras nuevas.  Cuando reviso fotos de mis cumpleaños anteriores o de otros días especiales observo mucho que personas están o no en las fotos según han ido pasando los años.

Estos últimos días he recordado mucho mi época de colegio.  Mis compañeras, mis amigas, tantas cosas que hemos vivido juntas.  Si recuerdo alguna imagen de esa etapa de vida.  ¡Cuántos buenos recuerdos vienen a mi mente!  Estoy recordando fotos de esos días y veo que personas hoy ya no están en mi vida y otras que, aunque en una imagen actual no aparecen, sé que están en mi corazón.

Hoy me viene a visitar esa Julia de diecisiete años.  Justo la que disfrutaba de su último año en la etapa escolar.  Al verla entrar a mi casa me sorprendo porque no esperaba su visita.  Ella me dice que vuelve para recordarme la ilusión que tenía en esa época y me recuerda que sólo han pasado veintiún años y que siempre puedo desempolvar mis sueños y ponerlos en marcha otra vez.

Me quedo atónita ante su presencia por la seguridad en sí misma, pero por otro lado, percibo en su mirada la ingenuidad de creer que puede cambiar el mundo.  La invito a pasar y sentarse conmigo a conversar un poco.  Me adelanto y le cuento cómo y cuándo decidí venir a vivir a España, porque a esa edad no estaba entre mis planes.  Ella me mira con atención, como cuando conversas con una persona a la que admiras.

Recordamos a mis compañeras de colegio, a los profesores, mis asignaturas preferidas y las que me costaban tanto.  Me pidió que le explicara, sólo por curiosidad, por qué no estudié arquitectura, que es lo que repetía hasta el cansancio.  Le expliqué que, a final de ese mismo último año de colegio, por consejo de mi tutora y mis padres, decidí empezar estudios técnicos para tener algo entre las manos y luego ya seguir con mis sueños de arquitectura.  Al final, el tiempo pasó, estudié, terminé y empecé a trabajar.  Adiós los planes de ir a la universidad.

Al verla, me puse a pensar en la energía infinita que tenía.  Iba al colegio con ilusión y es que siempre me ha gustado mucho, llegar a casa y estudiar, entrenar baloncesto y no parar nunca de soñar.  Ahora me veo más cansada.  Justifico pensando que los años no pasan en vano y que todo se tiene que notar, pero no sólo es la energía física, es la energía vital, la de creerse dueña del mundo.  Quiero volver a tener esa sensación.

Ella me dice que no tiene tanto tiempo para quedarse conmigo, que sólo sentía curiosidad como vivía yo.  Dice que siempre se había imaginado la vida tendría a los cuarenta años.  Le dije que esperaba no haberla decepcionado.  Me sonrió, transmitiendo mucha satisfacción y tranquilidad, y me dijo que no, que estaba satisfecha con todo lo que habíamos conversado y que aunque veía que mi vida actual no era la vida que soñaba a los diecisiete años, entendía como había tomado otro camino y que los resultados estaban bien y habían valido la pena.  Pero que, de todas maneras, que no me olvide nunca de soñar, que esos sueños los puedo hacer realidad, aunque hayan pasado veinte años, nunca es tarde.


La acompañé al rellano y esperamos juntas al ascensor.  Le di dos besos y un fuerte abrazo.  Sabía que nunca más la volvería a ver o que me visitaría cuando quisiera, pero no dependía de mí.  Me dejó pensativa, pero feliz.

martes, 15 de julio de 2014

Doce grapas y diez jeringuillas

Hace poco más de un mes me operaron de la vesícula.  Se trató de “un hallazgo” intentando descubrir una molestia que tenía.  Mi diagnóstico fue colelitiasis múltiple asintomática y me pusieron en lista de espera para la operación.  Todos me calmaban diciendo que se trataría de una operación muy sencilla, que en un plis plas estaría todo resuelto, y que además la recuperación sería muy rápida.

Cuando me avisaron de que ya tenía fecha de operación, cuatro días antes, mi cabeza empezó a dar vueltas y vueltas.  Pensaba en cuánta gente se ha quedado ahí, en la sala de operaciones, por alguna complicación, a pesar de tratarse de intervenciones de rutina.  Pasé esos días con mucha angustia.  En la víspera, ya en el hospital, me pusieron la pulserita de “todo incluido”.  Durante la noche pensaba ¿qué hago yo aquí si estoy bien?, pero me tuve que dormir pronto, porque era la primera de la lista del día siguiente.  La única vez que había pasado por un quirófano antes fue, hace casi catorce años, cuando mi hijo nació por cesárea, pero los sentimientos y emociones habían sido diferentes.

Por la mañana me desperté tan pronto que gané a mi despertador y a la enfermera que me había anunciado que pasaría a despertarme.  Ya estaba lista y todavía faltaba media hora para que me viniesen a recoger.

La mujer con la que compartía la habitación daba una imagen de fuera sí o como ella misma decía, tenía una sobredosis de oxígeno.  Ella me tranquilizaba diciendo que todo sería muy rápido, que cuando me diera cuenta, ya estaría de regreso en nuestra habitación.  Llegó mi esposo para acompañarme.  ¡Qué nervios!  ¡Qué termine ya!  Y yo con migraña.  Llegaron las del quirófano: lo bueno estaba por empezar.

Ya en la zona de operaciones, todo se venía tan bien organizado, mientras mi cabeza era un lío, sólo estaba pendiente de escuchar siempre mi nombre para asegurarme que sabían lo que me harían y no se habían confundido de paciente, como en las películas.  Ya ubicada en el quirófano, empezaron con los procedimientos, el cirujano se presentó y, aunque sólo le podía ver los ojos, me transmitió confianza y tranquilidad.  Continuaron, de pronto escuché un pitido y me pensé: “esto ya ha empezado”, sentí como iba pasando la anestesia, me quemaba y les quería avisar, pero la enfermera que sujetaba la mascarilla la presionaba contra mi cara.  Tantos temores previos y ahí estaba yo sin poderme defender.  De pronto todo se apagó.  Mi siguiente recuerdo es el de la enfermera dándome palmaditas, mientras decía: “¡ya está! tu vesícula está en la basura”.  ¿Qué me había pasado?  ¿Ya había acabado todo?  ¿Cuánto tiempo había transcurrido?  Lo único que hice fue preguntar la hora, que quería saber cuánto tiempo había pasado.  La enfermera me respondió “son las diez y media”.

Luego me llevaron a la habitación.  Mi  compañera iba contando a sus visitantes que la anestesia me había sentado mal y que tenía que eliminarla y que por eso estaba tan mal y vomitando.  Yo me sentía fatal, no sólo físicamente, si no por el hecho de estar ahí, delante de otras personas tan indispuesta.  Pero buscando el lado bueno, pensaba que, entre el peso de la vesícula con sus piedras y lo que no estaba comiendo, algo de peso perdería.  ¡Qué ilusa!

Al día siguiente, con la visita del enfermero, me di cuenta de que en lugar de puntos, los de toda la vida, tenía grapas.  Me entró un agobio terrible.  Luego pasó el cirujano y me resumió la operación y concluyó que todo estaba bien, pero como me había sentado mal la anestesia, me tenía que quedar una noche más en el hospital.  Al día siguiente, como estaba previsto, me dieron el alta.  Me comentó sobre el cuidado de las tres heridas hasta que visite a mi médico de cabecera la semana siguiente, además me indicó ponerme unas jeringuillas de heparina durante los siguientes diez días, explicó que se debía a mi edad porque casi tenía cuarenta años, a mi sobrepeso y a que asumía estaría en reposo.  La idea de irme me puso feliz, pero según iba pasando el tiempo y pensaba en las grapas y jeringuillas me iba agobiando.

Ese mismo día, por la tarde, ya estaba en la piscina mirando a mi hija pequeña en sus clases de natación.  Aunque la piscina estaba a poco más de dos calles de casa, el camino se me hizo larguísimo.  Al día siguiente fue el festival de fin de curso del colegio y ya estaba por la tarde ahí disfrutando de mi hija, que los días que estuve en el hospital los pasó mal.

Luego los días siguieron como siempre, aunque cuidando las grapas y la jeringuilla de cada noche, hasta que pasó una semana y fui a la enfermera a que me revise las heridas: las revisó y limpió.  Yo la veía frotar y frotar hasta sacar brillo, tanto que mis doce grapas brillaban como los cromos de una Harley Davidson.  Me dijeron que quitarían las grapas en tres días más y que tenía que tener paciencia.  Me recordó que no olvidase ponerme las jeringuillas, aunque no entendían por qué me habían mandando tantas.  Tanto me decían que era tan fácil que yo misma me pusiera las inyecciones, que decidí hacerlo.  Pero entendí que yo no era buena para eso, que si había que hacerlo no tenía otra opción.

Finalmente llegó el día de la retirada de grapas.  Unas se habían enredado, pero las demás estaban bien.  La verdad me fue bien.

Después de esta nueva experiencia concluí que soy valiente y fuerte para muchas cosas, pero que tengo mucho miedo al dolor, a la idea de cuánto y cómo me puede doler cuando es desconocido.  Esa idea me da tantas vueltas en la cabeza que me pone mal.  También confirmé mi teoría que el dolor me pone de mal humor y saca lo peor de mí.  Descubrí que el dolor me hacía sentir sola y triste.  Tenía necesidades diferentes que no podía cubrir, dependía de otras personas y no siempre había quien me pueda ayudar.  Pero ese mismo dolor que me deprimía tanto, a la vez me dio la fuerza para seguir adelante cada día y sólo pensar en el ahora, aunque las cosas de la casa estaban ahí y había que hacerlas.  Tomé la decisión de no darle más vueltas a todo esto.  Todo lo haría paso a paso y sólo lo que era estrictamente necesario.


Fueron doce grapas y diez jeringuillas que cambiaron mi rutina y mi estado de ánimo, se convirtieron en un muro psicológico.  Una vez que terminé con todo, recuperé mi vida.

martes, 1 de julio de 2014

Cien veces


Después de, poco más de tres años, casi quince mil visitas por muchísimos países como: Perú, España, EE.UU., Canadá, Reino Unido, Alemania, Argentina, México, Rusia, Chile, Ucrania, Colombia, Venezuela, India, Suecia, Ucrania, Australia, China, Pakistán, Suiza, Honduras, Brasil y algunos más, hoy les presento mi publicación número cien.

Cien veces aprovechando la oportunidad de contarles un poco de mi vida, de mis experiencias, de tantas cosas que pasan, a mí y a mucha gente.  Como les conté en una publicación anterior, hace catorce años mi vida cambió sin que yo lo buscara.  Aprendí a valorar lo que realmente es importante.  Aprendí a ponerme en los zapatos de las personas con las que no me identificaba, sólo por entenderlas y así descubrí a muy buena gente.  Yo no era la primera persona que pasaba por una experiencia así, pero la pasé, la viví y con el tiempo la superé.  Me miré ante un espejo y pensé que si yo lo había logrado superar, lo podía hacer cualquiera.  Yo no tenía nada extraordinario para sobreponerme.  Pensé que con mi experiencia podría ayudar a otras personas que pasan por algo similar.  Me di cuenta de que la mejor forma de darle un valor a mi experiencia era compartirla y comentarla abiertamente para que otros puedan tener una referencia y transmitir la fuerza necesaria para superar cualquier dificultad que se les ponga delante, aunque en ese momento parezca imposible.  Lo que nos pasa, le ha pasado y pasará también a otros.  No me quiero quedar con los secretos que puedan ayudarlos a disfrutar más de su día a día.

Cien veces que me he sentido arropada por cada uno a través de sus comentarios, participando del blog y compartiéndolo con sus amigos.  Son tantos comentarios, públicos y privados, que me alientan a seguir adelante.  Me esfuerzo cada día por hacerlo mejor.

Cien veces y más le agradezco a cada uno que me acompañe en esta aventura.  Algunas veces les quito mucho tiempo, otras soy más breve.

¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS!


Cien mil veces gracias por ayudarme a que mi sueño se haga realidad.