lunes, 29 de septiembre de 2014

Un jardín para no olvidar

Es una casa grande, que ha ido sufriendo muchas reformas a lo largo de los años.  Yo viví ahí poco, menos de diez años, pero fue una etapa maravillosa.

Desde la calle, se veía un muro de ladrillos con dos puertas iguales en cada extremo.  La del lado derecho era la “puerta de servicio” y la del lado izquierdo, la “puerta de las visitas”, que normalmente estaba cerrada con llave.  Hubo una temporada en que nos robaban el timbre o simplemente estaba roto.  Ya no lo recuerdo bien, pero la conclusión es que no teníamos timbre en la puerta de la calle.  Cuando alguien venía, tenía que golpear muy fuerte la puerta de madera y a veces hasta dar algún grito para llamar a la atención.  Otra vez nos robaron la cerradura de la puerta.  No puedo explicar por qué sólo la cerradura, si ya tenían la casa abierta, los ladrones pudieron haber entrado tranquilamente, ¡pero no! se llevaron sólo la cerradura.  Mi abuelo, por las noches, aseguraba la puerta con una tabla de madera que la ajustaba con el primer peldaño de la escalera que había justo al entrar.  Así estuvimos hasta que compraron la nueva cerradura varias semanas después.

Al entrar había un jardín a la derecha y al otro extrema estaba la entrada por la puerta de las visitas.  Mi abuela siempre se preocupaba de tener muchas plantas con flores y que todo se viera muy bonito.

La entrada era un largo camino rojo a lo largo de la casa.  Al lado izquierdo, unos metros después de la escalera, estaba el garaje, que nunca se usó.  Era el depósito.  Ahí podías encontrar de todo lo que quisieras, incluso lo que nunca te habías imaginado.  Mi abuelo, para evitar que nosotros entráramos a jugar o rebuscar o entrara algún ladrón.  Según abrías la pequeña puerta y empezabas a bajar los tres peldaños, te encontrabas con una calavera mirándote, yo creo que hasta sonriendo.  ¡Qué miedo daba mirarla!

La casa, que me quedaba a la izquierda, tenía grandes ventanales en forma de arcos.  Una de esas tardes que mi abuela tenía visita, nos veían entrar desde el salón y eso nos obligaba, según los cánones de la buena educación, a saludar a todos sin tener la posibilidad de pasar desapercibidos.  Esas ventanas daban al jardín y aunque costaba verlo, porque se perdía en el horizonte, había un cable que atravesaba entero, desde el garaje hasta la primera higuera.  ¿Era un tendal de ropa?  No lo recuerdo ahora.  Pero lo que sí recuerdo, es que Tito, el mono, estaba sujeto con una correa a ese cable para que pudiera tener “espacio” para correr y jugar desde el garaje hasta la higuera.  No creo que se haya sentido como en casa, pero estoy segura que se sentía muy bien porque mi abuelo lo mimaba muchísimo.

En el jardín, sobre el camino rojo, mirando al mono distraído, la pared blanca del fondo medio cubierta con más plantas con flores y de pronto se veía venir a toda prisa a Tatiana, la tortuga, seguro que la perseguía mi hermano.  Yo le tenía miedo, creo que alguna vez me mordió.

Tantos recuerdos en ese jardín.  Una vez, mis hermanos y yo planeamos hacer una piscina entre las dos higueras.  No había mucho espacio entre ellas, pero para nosotros era suficiente.  Con las herramientas de playa empezamos a hacer el hueco.  Nos cansamos antes de que fuera muy profundo lo suficiente para meter los pies.  Teníamos trozos de baldosas de alguna reforma de los baños, así que la empezamos a pegarlas sólo con barro.  Cuando terminamos, llenamos el agujero con agua.  Todas las baldosas se cayeron, era un charco profundo de barro.  ¡Qué divertido!  Uno de mis hermanos dejó de jugar a la piscina y decidió escayolarse un brazo con el barro, como si se lo hubiera roto, un asco total, pero que bien lo pasamos.


Como me gustaría volver al jardín de la casa de mis abuelos en Chosica, en la que viví tantos años.  ¡Tantos buenos recuerdos!


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