
Estando en la casa de la playa, a la que vamos todos los años, yo estaba desayunando tranquilamente en la terraza. Había pensado que estos días de vacaciones no los podía desperdiciar pasando el rato bajo techo, como todo el resto del año. Tenía que aprovechar y estaba sentada, de día o de noche, al aire libre, bajo el cielo cambiando por completo mi rutina, que lo más “bajo el cielo” que me ofrece es mi balcón de un metro de ancho.


Seguí sentada, disfrutando de mi desayuno y tranquilidad del tiempo
que tenía para mí. Me di cuenta que esos
momentos sólo los puedo tener si me levanto pronto por la mañana, porque el
resto del día me resulta imposible. Al
cabo de un rato, regresó con sus herramientas y empezó a cortar las plantas por
fuera, sin cruzar palabra, aunque como habla solo y se hace notar, yo sabía que
estaba. Le sugerí, que si quería, ya
podía entrar, tarde o temprano lo haría.
Mientras iba cortando las plantas, me empecé a sentir incómoda de
estar tan tranquila y relajada mientras él trabajaba. Empecé a comentarle lo bien cuidadas que
tiene las plantas, que había encontrado plantas aromáticas, que la albahaca
estaba increíble y que para cosechar pimientos sólo tenía que esperar que estuvieran
rojos, porque ya tenían un buen tamaño.
Él me iba contando cuándo y por qué las había sembrado, comentamos de su
planta de guindillas y del pobre limonero que estaba siendo invadido por una de
esas enredaderas de flores lilas que sólo se abren por la mañana. Durante la conversación, apareció mi marido y
ya dejé lo que estaba haciendo y me dispuse, escoba en mano a ir recogiendo lo
caído. Mi momento ya había terminado,
hacia un rato, por ese día.
Además de cortar las plantas que caían por fuera del muro, aprovechó
su tijera grande y empezó a cortar también las plantas de otra vecina que
entraban dentro de casa. Comentaba que
para final del verano pasaría con la sierra eléctrica marcando los límites. Finalmente sacó tres carretillas de maleza.
Mientras iba trabajando en la planta de la vecina, escuché una voz que
se acercaba a mi puerta y decía. “¡Eh Juan, no te roban porque tienes
perros!” Rápidamente se bajó de su
escalera, miró a la mujer y preguntó quién le había robado. Ella, riendo, le dijo que nadie, pero que se
había dejado la casa abierta y ella al pasar lo llamó pero sólo salieron los
perros. Comentaron algo de algún otro
vecino más que no pude entender. Juan
nos presentó como “los inquilinos” y a ella como “la otra vecina de
atrás”. Finalmente, no me quedó claro,
si algún día necesito un poquito de sal, cuál es su casa.
Ella parecía una mujer muy alegre, de unos sesenticinco años. Me contó que ella también vivía aquí todo el
año, recalcaba que vivir en la playa es un lujo. Y continuó, durante todo el año sólo escuchas
a los pájaros, puedes andar tranquilamente por donde quieras y hay suficiente
sitio para aparcar. Y reafirmando su
teoría seguía, no estás en medio de todo, pero si quieres ver gente vas al
paseo marítimo y los tienes ahí y si más aún, te apetece un poco de ciudad, en sólo
veinticinco minutos estás en Cartagena y ya tienes de todo. Y luego continuó diciendo, pero en julio y
agosto todo es imposible. Además del
calor, hay tanta gente de fuera, sólo se escuchan voces, ruidos y música,
llegas a tu casa en coche y no tienes donde aparcar.
Y siguió contando que, no importaba todo esto, sólo son dos meses al
año. Y la mujer con una sonrisa que no
entraba en su cara concluyó: esto es calidad de vida.