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jueves, 5 de mayo de 2016

Amapolas

Los que me conocen, saben que no soy muy fanática, ya sea a personas o a cosas. En mi época adolescente, los grupos de moda me gustaban, como a todos, o todas. Pero no lloraba por ellos como si se me acabase la vida, tanto que casi no recuerdo a alguno. Lo que sí recuerdo es que algunas de mis amigas sufrían y padecían por ellos, pero yo no lo llegaba, tan siquiera, a entender esa sensación, ese sentimiento. No recuerdo haber tenido pósters en mi habitación (quizá alguno, o no), ni mis carpetas del colegio forradas con sus caras. Estaban ahí, los disfrutaba y punto. Es que, no era para tanto, ¿no? O, ¿sí?
El hecho es que si pude superarlo y pasar dignamente por mi adolescencia sin fanatismos extremos, aunque quizá alguna obsesión (mínima pero nada más), ¿está bien, no?

Pero con los años la cosa ha cambiado, he adquirido algunas (muchas) manías y he perfeccionado otras, y desde hace un par de años conocí una flor que ya había visto antes, pero que, en realidad, nunca me había detenido a mirar con atención. ¡Sí! Se trata de la amapola. Esta delicada flor roja, que puedes ver casi cualquier sitio, silvestre, ahí donde nadie cuida el jardín, allí está ella durante la primavera y verano.

Fue la primavera del 2014 cuando nos conocimos oficialmente, cuando le presté especial atención. Por donde iba, al lado de la carretera, en un camino, donde haya un poco de tierra y llueva de vez en cuando, entre otras flores silvestres, ahí estaban las amapolas, saludándome al pasar.

Esa primavera me acerqué mucho a la tierra, literalmente, fue la primavera y el verano que estuve colaborando en el huerto. ¿Lo recuerdas? Me la pasé muy bien, trabajé muy duro y aprendí mucho y sobre todo sentí una paz interior que hacía mucho tiempo no sentía. Recordé uno de mis posts, ese que hablaba de ir descalzo en el jardín, sentir el césped en los pies, las cosquillitas. En la vida cotidiana andamos siempre calzados, siempre protegidos, casi sin posibilidades de pisar un jardín y si lo conseguimos, ojalá tengamos la suerte que sea grass natural y no esas alfombras verdes de imitación. Al pisarlo, sentimos esa energía que transmite la tierra, la naturaleza cuando la sientes en tus pies, en tus manos.

Cuando veía algunas amapolas, las cortaba con la intención de traerlas a casa para poder disfrutar durante algunos días de su singular belleza. Pero era imposible. Eran tan delicadas que, una vez que las cortaba, rápidamente se empezaban a marchitar, aunque las pusiera en agua. No había forma de llegar a casa con, aunque sea, una única flor viva. Todas morían antes. Era frustrante. Pero no me iba a rendir, pero tampoco iba a cortar cada amapola que se me cruce en el camino.



Otra ocurrencia mía, intenté conseguir algunas semillas. A través de Facebook pregunté, pero nada, no hay semillas de amapolas. Así que, sin conocimiento, cogí algunas de las semillas de las flores que veía por ahí y las he soltado en mis macetas y no pierdo la esperanza que alguna vez, entre mis demás plantas, florezca una amapola.
Sólo una vez intenté trasplantar una, pero nunca conseguí sacar la planta entera. El tallo era tan fuerte y al parecer las raíces también y deben de haber estado muy arraigadas a la tierra. No pude sacarla.
Finalmente, alguien respondió a mi solicitud en el Facebook y me explicó que sería muy difícil que pueda conseguir alguna planta o semillas de amapolas. Y me dijo una frase que me hizo ver estas flores de una manera diferente: la amapola es una de esas flores cosas que uno las puede ver, admirar, disfrutar, pero nunca las puede tener.

Y me quedó esa frase como reflexión. Cuántas veces nos preocupamos por conseguir, por tener todo lo que queremos, por poseer nuestro tesoro, pero muchas veces ganamos más disfrutando que esté ahí, viéndolo sin poder poseerlo.




Pero como la fe el lo último que se pierde, espero que alguna vez florezca alguna amapola entre las plantas de mi balcón.


domingo, 25 de mayo de 2014

Descalza

Siempre me ha gustado andar sin zapatos, ir descalza.  Para mí es como llegar a casa y ponerse cómodo.

Mis recuerdos de niña son así.  Tenía la suerte de vivir en un pueblo, a las afuera de Lima, que se llama Chosica.  El clima era más seco que el de Lima, que llega hasta un 96% de humedad, y la temperatura es más agradable.  Esta localidad tiene un microclima diferente.  Hace muchos años a las personas que sufrían de enfermedades bronquiales o asma les recomendaban ir a vivir a Chosica, sobre todo en los meses de invierno, julio y agosto, para evitar las crisis.  Los limeños subían a Chosica y las demás localidades cercanas para disfrutar de días de sol, temperatura agradable, aunque por la noche refrescaba.

Aunque tenía zapatos, en casa no recuerdo que los usará mucho.  Recuerdo a mi abuela recomendándome que me los pusiera, y si eran cerrados mejor, para que el pie no se volviera ancho, ya que era muy feo para una niña.  Al colegio tenía que ir con el uniforme gris obligatorio para todos los escolares de mi época.  Hoy, si no me equivoco, los colegios públicos mantienen el uniforme y los colegios privados eligen el uniforme o ropa de calle para sus alumnos.  Al llegar a casa, sobre las tres de la tarde, tenía que cambiarme para que la falta no se manchara.  En ese momento aprovechaba para quitarme los calcetines grises o negros del uniforme y quedarme sin zapatos.  Lista para comer,  hacer los deberes y jugar en un jardín enorme con dos higueras que nunca olvidaré.  Hoy recuerdo con nostalgia, todo lo que he jugado y disfrutado con mis dos hermanos menores.  Me viene a la mente cuando quisimos tener piscina en casa y arropados por la sombra de las higueras, nos dispusimos a cavar con juguetes de playa.  Cuando consideramos que ya estaba listo, pusimos en las paredes trozos de baldosas y losetas sobrantes de la reforma de algún baño.  Ya se imaginarán cómo quedó el hueco entre las higueras lleno de agua y cómo terminamos nosotros.  ¡Fue genial!  También cuenta la historia que, con mis hermanos lo pasábamos tan bien por las tardes jugando y enmugrándonos como corresponde a esa edad, que una buena amiga de mi madre pensaba que no nos bañaban todos los días, que nuestra suciedad era por “acumulación”.  Pero somos de la costumbre de ducha diaria.  Así pasaron mis primeros nueve ó diez años viviendo en Chosica en la casa de mis abuelos.

Luego nos fuimos a vivir a Lima y, por el clima, ya no era tan recomendable ir descalzo.  Cada vez que podía, me quitaba los calcetines y los zapatos Disfrutaba de poder sentir la naturaleza con los pies, el césped, la arena, el agua y que alguna vez una piedrita te pincha el pie.
Y en el año 2002 ó 2003 visité a una amiga en Alemania que me explicó la energía que transmiten los árboles y la naturaleza.  Como era verano aprovechamos en su casa para ir descalzas y disfrutar del jardín con los pies libres.

Pero van pasando los años, una se va haciendo mayor y tiene que guardar la compostura y usar zapatos durante más tiempo.  Vine a vivir a España con mi familia y por lo frío del invierno, en comparación con el invierno limeño, y por cuestiones de limpieza para no dejar huellas de pies por todo el suelo, perdí la costumbre de andar sin zapatos.

Un día estaba con mi marido, no recuerdo bien el lugar, y de pronto decidí quitarme los calcetines y los zapatos.  ¡Qué sensación más maravillosa!  ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez?  ¡Todo lo que me he estado perdiendo!  Sí, me descalcé y sentí otra vez el césped en mis pies, la libertad, la naturaleza y su energía.

Hace unos semanas, tuve la suerte de disfrutar de un fin de semana con mi marido e hijos en los Pirineos.  Durante los días brillaba el sol y por la tarde, aunque enfriaba un poco, se estaba muy bien.  Una mañana, dando una vuelta por el pueblo y mientras íbamos andando por los jardines, decidí quitarme los zapatos y andar descalza, disfrutar del césped, de la naturaleza y su energía otra vez.  Mi hija pequeña, aunque que no le gusta sentir la hierba en sus piernas, decidió hacer lo mismo: ¡zapatillas y calcetines fuera!  Su primera reacción fue saltar por todas partes, daba gritos de emoción, corría y corría sin parar.  Luego, llena de euforia, daba volteretas.  Terminamos las dos tumbadas en el jardín jugando.  Disfruté muchísimo al ver como lo pasaba tan bien con algo tan simple con andar descalza, y es que la naturaleza es sabia.




¿Recuerdas cuándo fue la última vez que decidiste andar sin zapatos y sentir?