Desde que
tenía doce años, durante las vacaciones de verano, mis padres me dejaban con
mis hermanos cada día en la playa. Esos
veranos fueron los mejores de mi vida.
En esta playa había un muelle de madera que tenía unos bancos a lo
largo. Los días que no eran demasiado
buenos o que tenía algo relevante en que pensar, con esa edad, me sentaba ahí,
en el banco, durante horas, sólo viendo el ir y venir de las olas. La infinidad del mar me daba fuerza para
pensar que siempre, más allá, siempre hay algo más. En la inmensidad del mar entendía que yo era
como un grano de arena, pequeña, y que mis problemas eran aún más
diminutos. Descargaba mi preocupación,
encontraba las respuestas que necesitaba y seguía adelante.
Desde esa
época el mar me atrae muchísimo. Tengo la sensación de poder encontrar en el mi equilibrio. Es tan importante,
que lo considero una necesidad en mi vida emocional. Además es bueno para la salud.
Siempre
sueño con ese lugar ideal en el que me sentiría a gusto sin importar nada.
Es una casa
en la playa con enormes ventanales. La
casa no es grande pero sí las ventanas, que me permitan ver la inmensidad del
mar. Es una playa de arena blanca, ideal
para dar grandes paseos, de un lado al otro.
A la derecha está el peñón, que por las tardes, durante la puesta del
sol, parece esconderse detrás de él. Los
vecinos están lo suficientemente lejos para no sentirlos, pero lo
suficientemente cerca para saber que están ahí.
Está bien, es como vivir sola, pero acompañada.
Hacia la
izquierda sigo viendo playa y más playa.
Alguna vez me dijeron que mi playa tiene unos diez kilómetros de
largo. Está muy bien, pero, aunque digo
que está bien para andar, yo no camino tanto, sólo desde mi casa hasta el
peñón, que tiene cuevas, y es agradable ir con visitantes y enseñar algo tan
lindo, simple y natural.
Desde mi
casa, con sus grandes ventanales hacia el mar, es como si estuviese ahí mismo,
sobre un barco, aunque no se mueve. De
la salida de mi casa hasta llegar al agua hay unos cinco metros de arena cuando
la marea está baja. Cuando hay marea
alta, sin tormenta, no llega hasta mi porche, pero parece que el agua se mete
debajo de la casa. Cuando hay tormenta
tengo que poner los cerramientos especiales para ventanas que me recomendaron
al comprar la casa y mirar hacia otro lado, son momentos que me causan agobio e
intranquilidad. No sé si es por el ruido
de la tormenta en el techo o porque me siento encerrada o simplemente porque no
puedo ver el mar y como se acerca a mi casa.
Me gusta el
mar y la playa también en los días de invierno, cuando el cielo está gris y
oscuro y cuando al acercarte a la orilla ya sientes la humedad en la cara, en
los ojos, en el cabello. Esos días
cuando no apetece estar dentro de casa y fuera el frío te recuerda que estás
vivo y tienes que seguir.
Como todo
sueño, luego te despiertas y te tienes que bajar de tu nube y volver a la
realidad.
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