Hace unas semanas, una muy buena amiga del colegio me comentó que una
de sus hermanas venía a España desde Nueva York, por trabajo, y que tenía unos
días libres y me preguntó si podría venir a mi casa para conocer Zaragoza.
No la conocía, pero sabía quién era porque mi colegio era muy pequeño y
es hermana de mi compañera de clase.
Obviamente le dije que sí, no lo dudé.
El día previo a su viaje, ya coordinamos entre nosotras. Quedamos que cuando llegara a Madrid como ya
tenía su boleto para el AVE me avisaría para recogerla en la estación de
Zaragoza.
Así fue. El domingo, cuando
llegó a Madrid, me avisó de que todo había ido bien y me dijo que iría a Atocha
para tomar el siguiente tren. Al poco
rato me avisó que ya tenía su boleto con la hora de llegada. Me dio tiempo para organizar un poco mi casa
y esperarla.
No sabía que esperar de ella.
No esperaba nada y me propuse dejarme sorprender. Al final pensé, si era una visita complicada,
sólo serían un par de días, lo podría capear, pero la experiencia no me la
quitaba nadie.
Fui con Aitana, mi compañera de aventuras, a la estación para buscarla. Salió Natalie antes que nosotras pudiéramos
entrar. Muy cariñosa, pero tímida, me
dio un abrazo y nos fuimos a casa.
Yo aún no tenía la comida hecha, así que le pedí se pusiera cómoda
mientras preparaba algo. Pensé que si
vivía en Nueva York le podía apetecer algo de comida peruana. Mientras preparaba unos olluquitos con arroz,
ella se quedó conmigo en la cocina, ella con una cerveza y yo con una copa de
vino. Resultó ser una situación
extraña. Empezamos a conversar, no sé de
qué. ¡De todo! ¡Todo fluía tan libre! La comida estuvo lista casi las cuatro de la
tarde.

Después de estar paseando poco más de dos horas, nos sentamos en una
terraza para tomar algo y descansar.
Seguimos conversando, pero cada vez profundizábamos más. Era tan divertido, tan interesante. No parábamos de hablar y compartir
experiencias. Cuando compartimos
nuestras experiencias e historias crecemos y nos desarrollamos como personas. Llegamos a casa, cenamos algo ligero y nos
fuimos a dormir.

Durante toda la mañana trabajamos juntas, cada una con lo suyo. De rato en rato, interrumpíamos el trabajo
para hacer algún comentario y conversar unos minutos. Nat estuvo todo el día trabajando, sólo paró un
rato para comer y siguió hasta casi las ocho.
Mientras preparé la cena, abrimos una botella de vino. Luego nos sentamos en mi balcón y disfrutamos
del buen tiempo, pero mejor aún, de una muy buena conversación.
Cuando mis hijos se fueron a dormir, nosotras nos cambiamos al salón. Nos quedamos casi hasta las tres, sólo
conversando, intercambiando experiencias, nuestra forma de ver la vida,
hablando de espíritus, fantasmas y energía.
Sin conocerla, es como si la conociera de toda la vida. Tenía ese “no sé qué”, ese que cuando miras a
alguien a los ojos, sabes que ya la conoces de antes y te hace sentir bien y
cómoda.
Al día siguiente por la mañana, cuando regresé de dejar a Aitana en el colegio, ella ya estaba casi lista y con todo organizado. Me propuso salir, tomar un café y dejarla en la estación para regresar a Madrid. Revisamos los siguientes trenes y había uno pasadas las once, otro después de las doce y uno más poco antes de las dos de la tarde. Con esa información, decidió coger el tren de las once para aprovechar la tarde en Madrid, y nos fuimos a tomar el café. Estuvimos las dos, sentadas en una terraza, disfrutando del buen tiempo. Empezamos a conversar y cuando quedaban muy pocos minutos para llegar a la estación, cambió de opinión y decidió coger el tren de las doce. Seguimos conversando. Luego vimos la hora otra vez y nos quedaban los minutos exactos o menos para llegar al colegio de Aitana y buscarla. Entre risas concluyó que mejor tomaría el tren de poco antes de las dos de la tarde.
A este tren sí llegó a tiempo y se fue.
Fueron dos días y medio muy intensos, con una persona a la que no
conocía de nada, pero a la que tenía la sensación de conocer desde
siempre. Me recordó mucho de mí, de mi
ser original y profundo. Nos dimos
cuenta de que esos problemas que nos hacen sentir mal, no son sólo nuestros,
somos más las que padecemos de lo mismo.
Muchas gracias, Nat, por los lindos días que me diste. ¿Quién se iba a imaginar que de esta visita inesperada,
siendo un par de desconocidas, nos podría conceder la paz interior que
buscábamos?